Todo lo que yo no tengo y todo lo que yo no soy. Sin más, como vino se fue. Cual mágico relámpago que todo lo arrasa.
A la mañana siguiente me levanté, inconsciente, perdido, empapado en las lágrimas del niño que ya jamás volveré a ser. Mi cuarto, en fin, el día después de una fiesta en un refugio de esquí en los años 70 tendría mejor aspecto.
Y qué puedo decir de la decrépita y sobrecogedora voz que eyaculé desde lo profundo mi garganta hasta mi boca cuando traté de pronunciar su nombre una vez más. Como una puñalada traicionera a la salida del supermercado, exactamente así.
Había transformado mi vida en una historia ininteligible, una danza insensata de letras, números y signos de interrogación. Pero sin duda, de entre todas las cosas, lo que más extraño es la forma en la que cada noche las aureolas de sus pezones tornaban encarnadas.
Aún hoy se puede arañar de las paredes el pesar bizarro de su pérdida.
Jotaauvei
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